Identidad e inclusión educativa y social.

"Lejos del árbol es un libro de importancia capital. Solomon investiga qué significa para los padres querer a hijos diferentes a ellos, y más ampliamente, la condición de discapacidad y la identidad en la sociedad contemporánea."


Para cuatro mujeres fantásticas, madres y activistas...amigas !
Alicia Molina, Alicia Llanas, Katia DÁrtiguez, Cintya Laurel
Estas vacaciones me hicieron un regalo fantástico: un libro. Los libros siempre han sido mis amigos. Y este va a ser uno de los que llegan y se quedan por mucho tiempo en mi mesa de noche. “Lejos del árbol” de Andrew Salomon. 

El autor es un periodista que narra su propia historia como niño y adolescente buscando su identidad  y su pertenencia en la comunidad humana, como persona homosexual en un mundo heterosexual. Entrevista a lo largo del libro a muchas personas y familias que por alguna razón comparten esta misma búsqueda ya sea por discapacidad intelectual, mental, sensorial, multidiscapacidad, preferencia sexual, entre otras.  

Yo comencé por el capítulo “Síndrome de Down”. Luego seguiré con el de Autismo y multidiscapacidad. Ha sido tan enriquecedora la lectura, que, como regalo de este año 2015 quiero compartirles algunos párrafos y la reflexión que provocaron en mi. No es una traducción (leí el original en inglés), sino un compartir en un diálogo con el autor. Así que he tomado fragmento de un varios capítulos para poder reflexionar en torno a temas comunes, como son la inclusión educativa versus  la educación especial, la relación entre hermanos, la historia de personas y familias que marcaron paradigmas, que fundaron las hoy instituciones que marcan la pauta del quehacer en la inclusión como la National Down Syndrome Society (Sociedad Nacional del Síndrome de Down). 

Iré compartiendo un tema semanal, esperando que sea de interés y sobre todo motivador para seguir en la tarea de la inclusión. Pueden adquirirlo en :  


Algunas entrevistas con el autor las pueden encuentran en Youtube.  

Síndrome de Down  

1. Bienvenido a Holanda. 

Cualquiera que de alguna manera haya tratado el tema de la discapacidad se encontrará con el relato «Bienvenido a Holanda», una fábula moderna escrita por Emily Perl Kingsley en 1987. De hecho, se lo encontrará repetidamente; varios cientos de personas me lo han enviado desde que empecé a escribir este libro. Google muestra más de cinco mil webs donde figura en relación con cualquier cosa, desde la leucemia hasta las anormalidades craneales. Dear Abby, columna periodística de ayuda del diario Philadelphia Inquirer, la representa todos los meses de octubre. Trata de un asunto común entre médicos y padres de neonatos discapacitados, y se le ha puesto música, haciendo de él una canción folk y una cantata. Sirve además como tema de conferencias y se ha publicado en uno de los libros de la colección «Caldo de pollo para el alma». Hay personas que han puesto a a sus hijos discapacitados nombres que aparecen en él, como, Holland Abigail. Es un texto tan icónico de la discapacidad como «¿How do I love thee?», poema de Elizabeth Barret Browning, lo es de las historias románticas. Muchas personas me han contado que la pieza les dio esperanza y fortaleza para ser buenos padres; otras me dijeron que es demasiado optimista y que genera falsas expectativas, y algunas más, que no reconoce adecuadamente  la particular alegría de los niños con necesidades especiales. He aquí la pieza entera. 

"A menudo me piden que describa la experiencia de criar a un hijo discapacitado, para ayudar a las personas que nunca han compartido esta experiencia única a comprenderla, a imaginar cómo se sentirían. Es algo así:
Esperar un bebé es como planear unas vacaciones fabulosas...a Italia. Te compras un montón de guías y haces planes maravillosos. El Coliseo. El David de Miguel Ángel. Las góndolas de Venecia. Hasta es posible que aprendas algunas frases útiles en italiano. Todo resulta muy emocionante.Tras varios meses de espera ansiosa, finalmente llega el gran día. Haces las maletas y emprendes tu viaje. Varias horas más tarde, al aterrizar el avión, la azafata anuncia:
–¡Bienvenidos a Holanda!
–¡¿Holanda?! –exclamas–. ¿Cómo es que estamos en Holanda? ¡Pero si yo viajaba a Italia! Esto tiene que ser Italia. ¡Llevo toda mi vida soñando con viajar a Italia!
Pero ha habido un cambio de itinerario. El avión ha aterrizado en Holanda y es allí donde tienes que quedarte. Lo importante es que no te han llevado a un lugar horrible, desagradable, asqueroso, donde reinen el hambre, las plagas o las enfermedades. Es, tan solo, un lugar distinto. Así que no te queda más remedio que salir y comprar guías nuevas, aprender un idioma totalmente diferente, y conocer a un grupo nuevo de personas, a las que de otro modo jamás hubieras conocido. Es, tan solo, un lugar distinto. Tiene un ritmo más lento que Italia, es menos llamativo. Pero cuando llevas cierto tiempo allí, tras recuperarte de la primera impresión, al mirar a tu alrededor... empiezas a darte cuenta de que Holanda tiene molinos de viento... y de que Holanda tiene tulipanes. Holanda incluso tiene cuadros de Rembrandt. Sin embargo, todos tus conocidos no hacen más que viajar a Italia y alardear a su regreso de lo maravillosa que ha sido su estancia allí. Y, durante el resto de tus días, te dirás: «Sí, allí era donde yo también tenía que haber ido. Eso es lo que yo había planeado».
Y el dolor que esto te causa nunca, nunca, nunca desaparecerá... porque el no realizar un sueño supone una pérdida muy muy importante.
Pero... si te pasas la vida lamentando el hecho de no haber ido a Italia, tal vez nunca llegues a tener la libertad para disfrutar de las cosas tan especiales y tan maravillosas... ¡que tiene Holanda!"


2. La historia de Jason Kingsley. 

Cuando Emily Perl Kingsley y su marido, Charles, esperaban su hijo, decidieron renunciar a la amniocentesis porque el riesgo para el feto era demasiado grande.
«Y si me hubiera hecho la amnio —dijo Emily—, habría interrumpido mi embarazo y me habría perdido lo que ha sido la experiencia no solo más difícil, sino también la más enriquecedora de mi vida.» Jason Kingsley nació en 1974 en el condado de Westchester, al norte de la ciudad de Nueva York. El médico le dijo a Charles que llevase aquel niño a una institución, y aconsejó a los Kingsley que no lo vieran. Le dijo que «este mongólico» nunca aprendería a hablar, pensar, caminar o comunicarse. A Emily le administraron tranquilizantes y unas pastillas para detener la lactación, porque daban por supuesto que no se llevaría el niño a casa. «Me dijeron que nunca nos distinguiría de otros adultos recordó Emily—. Nunca sería creativo, nunca mostraría imaginación. Yo estaba reuniendo una primera edición de Lewis Carroll y dejando a un lado todo lo de Gilbert y Sullivan que me gustaba; tenía cajas con cosas que iba a usar con el niño, todas sofisticadas y estupendas. Todo era tan perfecto… Y todo se desvaneció. Estuve cinco días llorando sin parar». 
Emily Perl Kingsley
Lo siguiente ocurrió poco después de descubrir las horribles condiciones en Willowbrook. Emily y Charles no podían soportar la idea idea de internar allí a su hijo. Pero estaban en un momento de los años setenta en que las razones para criar a aquellos hijos iban en aumento; la gente procuraba liberarlos de ciertas condiciones penosas con inteligencia y generosidad. Un trabajador social del hospital donde Jason había nacido les habló de un nuevo programa experimental llamado de «intervención precoz» que podía ayudar a los niños con síndrome de Down a aprender algunas cosas básicas. «Teníamos que intentarlo dijo Emily—. Si resultaba decepcionante y deprimente podríamos decidir internarlo sobre la base de nuestra propia experiencia, no de las cosas que nos dijeran.» Emily y Charles llevaron a Jason a casa, y cuando tenía diez días fueron al Mental Retardation Institute. 
«Estaba de pie en el aparcamiento con mi hijo de de diez días en brazos, porque no me sentía capaz de cruzar una puerta que mostraba aquel nombre —recordó Emily –. Estaba paralizada. Charles dejó el coche y, al verme allí, me tomó del brazo y me introdujo en el edificio». 

El médico del instituto dijo casi lo contrario de lo que les habían dicho en la sala de partos: que empezarían realizando todo tipo de estimulaciones, especialmente de los sentidos, de Jason, porque nadie sabe lo que puede conseguir un niño que recibía suficientes estímulos positivos. Charles y Emily rehicieron la decoración de la bonita habitación color pastel que habían preparado para el bebé, y la pintaron de rojo luminoso con dibujos verdes y flores violeta. Emily consiguió que el supermercado local le diera los cristales de nieve gigantes que había usado en la decoración navideña, y los colocó allí. Fijaron al techo objetos suspendidos de unos muelles para que estuvieran siempre en movimiento de sube y baja. «A cualquiera le horrorizaría entrar allí», dijo Emily. Colocaron una radio y un magnetófono para que sonara música permanentemente. Hablaban a Jason día y noche. Le movían las extremidades, haciendo estiramientos y ejercicios para mejorar el tono muscular. Durante seis meses, Emily lloraba cuando lo dormía. 
«Casi  lo ahogaba en las lágrimas que derramaba sobre él recordó—. Tenía la fantasía de que de que inventaba unas pinzas finísimas y con ellas le iba quitando cada cromosoma extra de cada célula de su cuerpo». 

Tenía Jason cuatro meses cuando, un día, tras haberle repetido Emily mil veces «Mira las flores», levantó la mano y señaló las flores. «Puede que se estuviera estirando —dijo—. Pero lo sentí como si me hubiera dicho: “Si mamá, las veo”. Era como un mensaje para mí: “No soy un bulto o un puré de patatas. Soy una persona”.» Emily llamó enseguida a Charles. «¡Lo ha entendido!», gritó entusiasmada. Entonces comenzó una fase casi extática. Emily y Charles ensayaron casi a diario nuevas ocurrencias con Jason. Emily confeccionó un edredón con un tejido distinto cada pocos centímetros —paño, terciopelo , hierba artificial— para que, cada vez que Jason se moviera tuviera una sensación nueva. Cuando tenía seis meses tomaron una enorme fuente de asar, la llenaron de gelatina de frutas hecha con cuarenta sobre comerciales y lo introdujeron en ella para que pudiera chapotear en la gelatina, sentir su extraña textura y también probarla. Le pusieron cepillos en las plantas de los pies para que sus dedos sintieran el roce con ellos. Y aprendió mas de lo que Emily y Charles hubieran esperado. Aunque su habla tenia las cadencias vagas típicas de los discapacitados intelectuales, podia comunicarse. Emily le enseñó el alfabeto. Aprendió también alguno números, y hasta palabras en español que oyó viendo Plaza Sésamo, programa en el que Emily había colaborado como guionista desde 1970.   

Jason empezó a leer a los cuatro años, antes que muchos niños normales, y un día formó con cubos de letras una frase: «Hijo de Sam». A los seis años alcanzó un nivel de lectura de cuarto curso y sabía hacer operaciones aritméticas elementales. Los Kingsley empezaron a aconsejar familias que acaban de tener hijos con síndrome de Down. 
«Fue una cruzada fervorosa; no había que decirle a nadie que si hijo carecía de posibilidades. Nosotros íbamos a conocerlo en las primeras veinticuatro horas y decíamos a los padres: “Os espera un duro trabajo. Pero no dejes que nadie os diga que es imposible”.» 

Cuando Jason teñía siete años sabía contar hasta diez en doce idiomas. Había aprendido el lenguaje de signos, además del inglés, y pronto supo distinguir a Bach de Mozart o Stravinski. Emily empezó a ir a distintos sitios acompañada de Jason; visitaban a tocólogos, enfermeras y psicólogos, así como a padres de niños con síndrome de Down. Cuando Jason tenía siete años pronunciaron 104 conferencias. Emily había mamado el síndrome de Down; sentía que había triunfado. 



Programa de Plaza Sésamo incluyendo
 a niños con discapacidad
Emily consiguió que Jason apareciese 
regularmente como invitado de Plaza Sésamo, y Jason contribuyó a normalizar la tolerancia en la nueva generación, pues jugaba con otros niños de una manera que evidenciaba su condición, pero no la estigmatizaba. Emily escribió un guión basado en su experiencia e insistió en que los productores incluyeran a niños con síndrome de Down, a pesar de que nunca habían aparecido en la televisión actores con síndrome de Down. Jason puso voz al personaje ideado para él. Jane Pauley hizo un programa especial sobre Jason y un amigo suyo, también con síndrome de Down y también tratado con la intervención precoz. Los dos terminarían escribiendo un libro,  Count Us In («Cuenta con nosotros»), en el que Jason habló del tocólogo que les dijo a sus padres que él nunca sería capaz de reconocerles o de hablar con ellos ellos. «Hay que dar a los niños que tienen alguna alguna discapacidad la oportunidad de vivir una vida plena, de ver siempre la botella medio llena y nunca medio vacía —escribió—. Pensemos en nuestras capacidades, no en nuestras discapacidades.» Jason llegó a ser la primera celebridad con síndrome de Down; su fama marcó el comienzo de la aparición del síndrome de Down como identidad horizontal. Treinta años después, Emily recibió un galardón especial del Departamento de Salud y Servicios Sociales de Estados Unidos por su contribución a que las personas con discapacidades apareciesen en los medios de comunicación. 

A Emily le dijeron que su hijo era infrahumano. Cuando se demostró eso no era verdad, era lógico que se cuestionara toda suposición tradicional sobre el síndrome de Down, pues Jason batía todos los récords y superaba todas las expectativas. Pero, si bien fue capaz de aprender más de lo que ningún otro con síndrome de Down ha conseguido aprender, tuvo sus limitaciones. Los matices se le escapaban. Podía leer, pero no entender todo lo que leía.
«Sabía que no podía quitarle los cromosomas —dijo Emily—, pero pensaba que acaso nadie supiera de qué son capaces estos niños. Ninguno ha sido capaz de hacer lo que él hacía. Pero cuando andaba por los ocho años, el resto del mundo lo alcanzó y pasó de largo, y yo empecé a darme cuenta de todo lo que que él no podía hacer y nunca podría. Todas las cosas que consiguió aprender eran fantásticas,  pero en el mundo real la inteligencia para contar en varios idiomas no es tan importante como la inteligencia social, y él no la tenía. Yo no había derrotado al síndrome de Down».

Jason abrazaba a extraños y no entendía que no fueran amigos. Quiso ir a campamentos organizados, pero tras estar una semana en uno de ellos, Emily recibió una llamada de alguien que le dijo que a los demás niños no les gustaba que él estuviera allí y se dedicara a abrazarlos a todos. Algunos padres habían dicho que si Jason no se iba, se llevarían a sus hijos de allí. Cuando jugaba al fútbol, olvidaba, o no entendía, a qué equipo pertenecía. Los niños normales que querían ser sus amigos empezaron a reírse de él. Seguía jugando con juguetes para niños pequeños, y veía dibujos animados para niños de la mitad de su edad. Parecía que el milagro se desbarataba; podía ser una estrella de la televisión y un autor de de éxito, pero no podía afrontar los asuntos del mundo real. «Aquello fue un reajuste increíblemente horrible para mí», dijo Emily. Jason también se sentía angustiado. Una noche le dijo a Emily mientras lo acostaba: «Odio esta cara. ¿Puedes encontrar un sitio donde me puedan poner una cara nueva, una cara normal?». Otra noche me dijo: «Estoy harto y cansado de este asunto del síndrome de Down. ¿Cuándo se va a acabar?» Emily solo pudo besarlo en la frente y decirle que se durmiera. 

Emily empezó a cambiar de lecturas. Todavía quería animar a la gente a quedarse con  sus hijos y no internarlos; decirles a los demás que ella quería a su hijo y él la quería a ella. Pero no quería edulcorar su mensaje. Fue en esta época cuando escribió «Bienvenidos a Holanda». Criar a Jason no fue el infierno del que le habían hablado cuando él nació, pero tampoco era Italia. Jason se había hecho famoso porque rompió moldes, y era difícil determinar si convenía seguir impulsándolo a mayores alturas o dejarlo donde estaba y vivía confortablemente, si tendría una vida más feliz con nuevos logros o si estos se quedarían en vanos proyectos. 

Cuando Jason llegó a la adolescencia, sus compañeros de clase organizaban fiestas pero no lo invitaban, y pasaba las noches de los sábados en casa, desanimado y viendo la televisión. Emily llamaba a otros padres de adolescentes con síndrome de Down y les decía: «¿Está vuestro hijo esta noche de sábado tan solo como el mío?». Por eso, cuando Jason tenía catorce años, los Kingsley empezaron a organizar una fiesta mensual en su casa con canapés, refrescos y baile. «Se sentían muy normales dijo Emily—. Les gustaba.» Los padres se reunían en la planta superior y hablaban de sus experiencias, con lo que en realidad había dos reuniones. Cuando conocí a Emily, las fiestas mensuales venían organizándose quince años. Ella había comprado un aparato de karaoke, y los chicos —muchos de los cuales ya no eran unos chavales— pasaban un rato divertido. «Siempre le digo a la gente: “Inviertan en integración, pero tengan un pie firmemente puesto en la comunidad de síndrome de Down” —dijo Emily—. Es de ella de donde saldrán los verdaderos amigos de su hijo.». 

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